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domingo, 15 de noviembre de 2015

PARIS DE LUTO



Que no venga la muerte a decirnos qué hacer.
Alguien lloró de nuevo una vez y otra vez,
no hubo luto que lo cubriera,
lloró de miedo, lloró de impotencia,
lloró por el otro, por el que supo muerto
y le arrancaron de su entraña cordial, de su costado,
en la París llena de policías,
llena de coches bomba, de hipocresías
y de extrañas cavernas abiertas en la noche
y abiertas en los días de las armas tenaces
que reparten la muerte en balas y misiles,
observable en pantallas y digitalizada por los ordenadores.

Los señores, con Francois Hollande a la cabeza,
bebían ávidos de ojos las gambetas y los pases
de sus jóvenes futbolistas disputándole a los alemanes,
en un encuentro de iguales, las glorias transparentes
del deporte,
cuando comenzaron a explotar las bombas y los disparos de metralla
como si fueran carnavales en la noche cóncava.
Y las sirenas y los miedos poblaron la incandescencia de París.
Carámbanos de horror se clavaron en  la espina dorsal de su molicie,
de su paz; esa aurora nocturna que inspirara a Vallejo y a nuestro buen porteño Julio Cortázar y al hilarante Woody Allen.

Bajo la torre Eiffel y el Arco del triunfo, en los Campos Eliseos,
en el Centro Pompidou, en los jardines de las tullerías,
en el corazón de la vida de la latiente Lutecia, 
la muerte se encarnó; intrusa e invisible, pero también masiva, 
en tren de estrago múltiple.
La muerte enmascarada, disfrazada de todos, de cualquiera.
La muerte que no tiene ni domicilio fijo, ni bandera
y anda y camina y se sienta en las butacas del Chantecler,
en el café restaurante Les deux magots en Saint Germain des Pres,
en un lugar cualquiera de la París de siempre que recibía a todos
con la igual complacencia de  sus maidemoselles y sus bondades,
llegó la muerte, de ese modo traidor y desmedido. 
Junto a ella y su hoz sus compañeros, la desgracia, el dolor, 
la tragedia y despedida
de inocentes corderos, gente desprevenida, gente, seres, nosotros,
todos, que para sernos, después del sufrimiento, humanamente buenos,
tendríamos que luchar contra tanta hipocresía, semejante y hermana,
como dijera Charles Baudelaire; hija del tedio la condición humana. 
Aprovechar la luz y despertarnos y vernos y querernos desprendidos.
Y no a través del llanto. 
Y no a través del miedo.
O bajo cielos sucios por  angustias de ecuménico imperio
que apartan la poesía, los lirios de la niebla o de la lluvia.

Abiertos de alma siempre y desprendidos, iguales a los pájaros
que han repartido siempre y reparten sus nidos, 
quiero decir calores y latidos.
Dóciles a nosotros, solamente hacia el pan, hacia el abrigo,
hacia el cariño fiel y sucesivo. 
Produciendo las mieles para endulzar las vidas.
Respetando los sueños que van a las mezquitas, sinagogas o templos como a las catedrales, pidiendo únicamente recíprocos respetos 
y si otros no los cumplen que vivan en sus sitios.
No quebrar con las armas la paz, el cielo, el viento.
Ni levantar murallas, paredes, en torno a hombres, 
niños, niñas, mujeres, llamarlos refugiados ¡Refugiados! ¿De quiénes? ¡De otros hombres, niños, niñas, mujeres!
Nuestra tierra es de todos. Y en todo caso todos somos los refugiados. 
Vivámosla en conjunto, 
sintiéndonos iguales.
Que no venga la muerte a decirnos qué hacer.

Amílcar Luis Blanco  (Fotografía de uno de los atentados terroristas en París el viernes último)

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